Canto jo i la muntanya balla

Trasladar una novela al teatro siempre es un reto mayúsculo, puesto que de alguna forma es hacer uno traducción, otra, quizás la más amplia posible. En esta re-interpretación juegan todos los sentidos, o quizás fuera mejor decir: todos lo sentidos, todas las traslaciones posibles. Los lenguajes, los signos, las convenciones y todos los apoyos que nos pasan por el ninguno acontecen bancos de pruebas dispuestos en favor de la captación de aquello que consideramos más importante: EL Alma. Saber transportar aquella alma en el espacio teatral, el corpus imperceptible de la novela, su esencia. EL Alma que habita en todas las formas de arte posibles.Esta alma nos pide poder sentir, conocer, buscar todas las resonancias, armonías y atmósferas que la componen. Todos los espacios naturales, visuales y sonoros, con un largo etcétera que en ella habitan.

Canto yo y la montaña baila, resuena dentro de las geografías de nuestros recuerdos y de nuestras vivencias, ya sean las más presentes como las más inconscientes y escondidas. Son unos recuerdos que vienen de lejos, de más allá de la nuestro razón. Su recuerdos atávicos que nos ligan (todavía) a la orden natural que manda todas las cosas.

Un vínculo ancestral donde nuestra existencia no es muy más importante que la de un grano de arena, la de una gota de agua, la de un chico de aire, una hoja de roble o de cualquier otro animal que habite dentro de la constelación cruel, sabia y natural de la Montaña.

Este hecho natural, pero también social y cultural, pleno de tantas verdades como elementos y supersticiones convivan, provoca que las leyes que gobiernan nuestros personajes vayan más allá de cualquier humana medida. Unas leyes donde todo y todo el mundo se iguala. Generando así el extraño equilibrio que permite toda vida y toda muerto.
Este es nuestro reto, nuestro canto, nuestra Montaña.

Guillem Albà y Joan Arqué